Amalavida es uno de esos juegos de palabras que parecen haikus y que tanto le fascinan a Benjamín Prado. Pero Ama la vida también es el bar al que Sabina le habría gustado ir de joven y que ahora le acoge con una cerveza colorada.
1906 nos ha traído sólo cosas buenas: la cerveza, la radio y a Billy Wilder. Tres tótems, tres nacimientos que encajan a la perfección con el espíritu del bar Picnic y con los cientos de objetos que decoran sus paredes.
El maridaje entre literatura y jazz se escucha en los acentos de Kerouac y Ginsberg y se lee en las voces de Louis Armstrong y Billie Holiday. Pero, dejando a los americanos a un lado, el madrileño Jazzbar suena a Moratín pues está justamente localizado en el lugar donde se situaba la casa del escritor.
La Latina, la Mandrágora, La Calle Melancolía, si Sabina es poeta será, quizás, porque las calles que frecuentaba le gritaban, con sus nombres, que lo fuera. El compositor recuerda las primeras ediciones de Lorca o Alberti que se vendían a tres euros en el Rastro. Benjamín Prado, sin embargo, al vivir en el extrarradio elegía, concienzuda y castizamente, el Madrid que quería visitar.
Cuando Madrid no era una ciudad si no “una movida”, la plaza de Chueca era un espacio marginal, de drogas y prostitución. Pocos años después el colectivo LGTBI lanzó una bomba de colores que comenzó a expandirse por todo el barrio. Poco a poco, Madrid fue más libre gracias a ellos y su capacidad de cambiar bares, calles y mentes.
Pasear en dirección a un cine, un museo o un bar “de los de siempre” nos hace descubrir nuevas calles, plazas y poetas. Bajo Oriente está José Bergamín, hombre sacado de un cuadro de El Greco. Y que no sabemos si Joaquín vio un día en el Museo mientras Benjamín recitaba sus poemas paseando por el campo.