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Se acerca ya el final del año y quizá también el final de la legislatura. Una legislatura que nació de forma comprometida con un Gobierno que no tenía una mayoría suficiente o que sí tenía y ha ido a lo largo de estos dos años y medio haciendo lo que ha podido a base de algunas trampas. Sin embargo, no parece que con esta forma de gobernar se pueda ir mucho más lejos. Temas sensibles como el precio de la vivienda o el tema de los salarios de los más jóvenes no se pueden abordar por la falta de tiempo.
El curso de la historia nos está invitando a reflexionar sobre palabras como hipocresía y realismo. Cuando analizamos el panorama internacional, vemos líderes que no tienen la más mínima obligación de guardar las formas a la hora de defender su poder. Imagino una gran cena de fin de año con Trump, Putin, Netanyahu y Xi Jinping, una cena familiar. Ahora podemos entender todas las mentiras que se escondían en los antiguos acuerdos internacionales. Había injusticias bajo las bellas palabras.
En cuanto al año que termina, mi sensación solo puede ser positiva porque se ha cumplido mi deseo de las Navidades pasadas, que era el del chiste de virgencita, que me quede como estaba. Al 2026 le pido lo mismo que los militantes del PSOE le pedían a Zapatero cuando llegó a la presidencia del gobierno: no cambies, no cambies. Recuerdo que, en mi infancia, en las galas televisivas siempre había algún chistoso que, cuando le preguntaban cómo preveía el nuevo año, decía que sería el año del consumismo.
Es tentador interpretar la reunión entre Trump y Zelenski como otro retrato del cambio de época. Trump no se presenta como garante de un orden internacional compartido, si no fija los márgenes de lo negociable y plantea la paz como una cuestión de plazos y costes, no de principios. Estados Unidos nunca fue un mediador desinteresado. La reunión quizá sea un espejo: muestra un poder menos pudoroso y al mismo tiempo un orden que ya no sabe muy bien cómo justificarse.